Época: ibérico
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
La escultura

(C) Lorenzo Abad y Manuel Bendala



Comentario

Casi 500 piezas escultóricas, entre figuras completas y fragmentos, proceden de este gran santuario situado en un cerro de escasa elevación, cerca de Montealegre del Castillo (Albacete), y en las tierras de su término, y no muy distante, por el sur, de la ciudad de Yecla (tal vez la antigua ciudad bastetana de Egelasta). Arriba del cerro había un edificio de buena construcción de sillares, de 15,6 por 6,9 metros, que debió de ser una especie de templo o de tesoro -entendido como edificio para depositar las ofrendas a una divinidad-, pero está muy mal documentado. Se ignora qué divinidad o divinidades eran allí objeto de culto, pero pudo ser una divinidad salutífera, asociada a las aguas, posiblemente por las cualidades benéficas de las aguas magnesio-sulfatadas de la zona.
El aspecto principal del santuario reside en las esculturas, halladas casualmente a partir de 1830. Es significativo el número, y más el interés de las esculturas mismas, con una problemática muy compleja, a la que, por si fuera poca la inherente a un conjunto complejo y casi descontextualizado, se añadió un famoso episodio de la historia de las falsificaciones en España. La protagonizó un personaje, el relojero de Yecla, que, dispuesto a que no se le acabara el filón de las esculturas que iba encontrando, se dedicó a hacerlas por su cuenta y, lo que fue peor, a añadir signos y letreros a piezas originales para darles más interés y, por supuesto, más precio. El falsario engañó a muchos y la calidad documental de las esculturas quedó muy mal parada por tan infausta contaminación. Buena parte de la tarea científica en relación con el conjunto ha tenido que empezar por una decidida criba, emprendida a comienzos del siglo XX con acierto por P. Paris y J. R. Mélida, para separar del trigo la cizaña.

Muy en síntesis, lo principal de las esculturas del santuario lo componen figuras de orantes u oferentes de ambos sexos, con predominio de las masculinas, en general de tamaño mucho menor que el natural, esculpidas en piedra. Son siempre figuras individuales, con alguna excepción como la de un grupo formado por una pareja que presentan, sostenido por uno y otra, un vaso de ofrenda. Este es un gesto común en las estatuas femeninas estantes, la de sostener un recipiente votivo que, precisamente por su forma de tulipa, propia de la vajilla helenística, aporta uno de los pocos indicios con que poner orden cronológico en las esculturas.

A lo que parece, fueron depositadas en el santuario durante un largo período de tiempo, al menos desde el siglo IV a. C. hasta la época romana, a la que pertenecen esculturas de individuos que ya visten el pallium y llevan alguna inscripción latina. Las más de ellas deben corresponder a los siglos III y II a. C. No constituyen, como era de esperar, un grupo homogéneo ni en estilo ni en calidad, pero pueden ser vistas, en conjunto, como un muestrario de lo que podía dar de sí un taller muy activo, vinculado al mismo santuario, algo distanciado ya en su quehacer de las influencias griegas o púnicas que configuraron obras más antiguas y de más porte, como las de Porcuna, Elche o Baza.

Se observa en el estilo de las figuras la repetición poco creativa de fórmulas adquiridas -en la disposición de las figuras, en la forma de representar los ropajes-, expresadas en rasgos escultóricos que se tienen por muy genuinamente ibéricos: olvido de las proporciones e inorganicidad, torpeza compositiva, estilo lígneo, etc. Puede explicarse buena parte de este particular estilo por la imposición de las tendencias plebeyas, que ajenas a las preocupaciones formales, ponen especial énfasis en la dimensión simbólica y representativa de la obra de arte. Si las orantes y oferentes quieren dejar constancia de su alcurnia, la riqueza de los adornos tendrá la atención debida, y también las cabezas y los rostros, mientras basta para el cuerpo, a veces, la representación convencional del gesto religioso. Produce cierta desazón la contemplación, por ejemplo, de algunas figuras femeninas que ofrecen un rostro relativamente bien modelado, mientras el cuerpo resulta de una extraordinaria rigidez, inorgánico y convencional, con las manos convertidas en tenazas.

Lógica consecuencia de la preocupación de sus autores, una de las vertientes interesantes de las esculturas del Cerro la constituye el amplio repertorio de vestimentas, tocados, peinados, joyas y demás complementos, cuya importancia cultural y etnográfica es innecesario ponderar. No es difícil, además, entresacar obras de gran interés artístico. La que se conoce como Gran Dama del Cerro ofrece una composición cerrada, de un emotivo hieratismo, que se concentra en el gesto de sujetar en las manos el vaso de ofrenda; pero las carencias del escultor se ponen de relieve si, al contemplarla por los lados, se acusa la colocación imposible de los pies. La espalda apenas trabajada, la escasa correlación entre los planos laterales y el frontal, demuestran una concepción de la estatua como yuxtaposición de relieves, más que como auténtica figura de bulto redondo.

En comparación con las figuras femeninas estantes, las sedentes ofrecen un modelado algo más cuidado y orgánico, y algunas de ellas, con su reducido tamaño -tienen un promedio de 40 cm de altura-, pueden figurar entre las más deliciosas creaciones del arte ibérico. Se discute si representan a mujeres orantes como las demás, o si se trata de diosas. La asociación del tipo iconográfico a diosas sedentes, en el ámbito mediterráneo en general y en el propiamente ibérico -Dama de Baza, figura pintada en una caja funeraria de Galera, cipo de Jumilla, etc.- invitarían a pensar que fueran estatuas de la omnipresente diosa femenina, como ha defendido últimamente Encarnación Ruano. ¿Quién podría -además- permanecer sentado ante la divinidad?

Otras piezas del santuario ofrecen también una gran calidad, como algunas cabezas de varones imberbes de modelado más perfecto; el pelo es casi siempre muy convencional, con el sello de la escuela, consistente a menudo en guedejas de formas geométricas muy rígidas; pero en los rostros se perciben los frutos de una lección bien aprendida, tomada de la mejor plástica helenística o de la retratística romana. El parecido de estas cabezas con las de algunas monedas iberorromanas emitidas en las cercanías permiten enmarcar mejor estas creaciones y ubicarlas cronológicamente en la época republicana.